El emperador Constantino, un político pragmático, encaró el problema: aquel imperio no era más que una miscelánea de pueblos carente de unidad y, por lo tanto, tendente a la disgregación. Una religión común podía ser la amalgama que lo integrara todo: «Un Dios, un emperador, una Iglesia, una fe.» A ver, se dijo, ¿cuál es la religión mejor situada en el ranking de los nuevos cultos? ¿La cristiana? Pues ésa va a ser la religión oficial.