El dolor se trasladó de la ingle al pecho y llenó el agujero negro que había allí. Pesaba
una satisfacción perversa y, por una vez, no provenía de haber ganado una apuesta insignificante. Estaba cómoda aquí, en mi auto, a mi lado, con el cabello amontonado encima de la cabeza y la cara sin maquillaje. Con una dulzura enfermiza me di cuenta de que buscaba el calor de mi auto para hacer lo más vulnerable que puede hacer un ser humano: dormir.