ras el regreso de la señora Harris de Kenosha (Wisconsin), con la mala noticia de que aquel Brown no era el padre del chico, y su posterior estancamiento en la búsqueda, la señora Butterfield imaginaba que estaban abocadas a una ejecución, una mazmorra o una larguísima pena de cárcel. Habían secuestrado a un niño a plena luz del día en las calles de Londres, lo habían metido de polizón en un transatlántico sin pagar su pasaje ni su manutención; lo habían introducido de forma ilegal en los Estados Unidos de América (obviamente, delito castigado con la pena de muerte, a tenor de las precauciones que se adoptaban para que esto no ocurriera), y ahora estaban agravando sus fechorías anteriores al ocultarlo en casa de sus patronos. Todo aquello solo podía desembocar en un cataclismo