Los ocho hombres y mujeres que se reunieron en la ciudad italiana de Cosío d’Arroscia el 27 de julio de 1957 para fundar la Internacional Situacionista se comprometieron a intervenir en un futuro que, según ellos consideraban, se encontraba al borde de eliminar tanto las necesidades materiales como la autonomía individual. La tecnología moderna había suscitado el espectro de un mundo en el cual «trabajo» –empleo, labor remunerada, fueran cuales fueren las tareas realizadas por el simple hecho de que debían hacerse– podía convertirse muy pronto en poco más que un cuento de los hermanos Grimm. En un nuevo mundo de ocio ilimitado, cada individuo podría construirse una vida, al igual que en el viejo mundo unos pocos artistas habían construido sus representaciones de lo que podía ser la vida. Se trataba de un viejo sueño, el sueño del joven Karl Marx –¡que cada hombre sea su propio artista!–, pero aquellos que poseían el presente veían el futuro con mucha más claridad que cualquiera de las sectas saturadas de izquierdismo que reclamaban el legado de Marx. Aquellos que regían el mundo estaban reorganizando la vida social no solo para conservar su control sobre él, sino para intensificarlo; las técnicas modernas eran una espada de dos filos, un medio para dominar el campo libre de la abundancia y el ocio que los revolucionarios habían imaginado durante quinientos años. Así, el aburrimiento. La miseria condujo al resentimiento, que tarde o temprano encontraría su objetivo legítimo: la clase dirigente. El aburrimiento era una nebulosa, una confusión, y finalmente el modo definitivo de control, de autocontrol, de perfeccionada alienación: una mala conciencia.