No soportaba estar donde estaba. En realidad, parte del problema era que no estaba en ninguna parte. Me parecía que mi vida estaba vacía, que no era real, y me molestaba su fragilidad como molesta una prenda manchada o raída. Tenía la sensación de que corría el peligro de evaporarme y, al mismo tiempo, mis sentimientos eran tan intensos, tan abrumadores que a veces quería perderme completamente, unos meses quizá, hasta que esa intensidad disminuyera. Si hubiera podido expresar lo que sentía, mis palabras habrían sido un lamento infantil: «No quiero estar sola. Quiero que alguien me quiera. Me siento muy sola. Tengo miedo. Necesito que me amen, que me toquen, que me abracen». La sensación de necesidad era lo que más me asustaba, como si hubiera destapado un abismo atroz. Comía muy poco y se me empezó a caer el pelo. Ver el suelo lleno de pelos acrecentaba mi inquietud.