Entonces, sin darse cuenta de lo que hacía, se hundió abatida en la silla sin apartar los ojos del rostro de su madre. Aquella cara había cambiado mucho; había adquirido los perfiles y la pátina de una máscara veneciana de porcelana, con un gesto más anodino que inexpresivo. Tenía los ojos muy abiertos, pero miraban algo que se hallaba mucho más allá de los límites de la salita.
—¡Oh, mamá…! —susurró, sin saber qué más decir—. Todo sucedió sin que lo advirtiera. —Le cerró los ojos con las puntas de los dedos; parecía que aquellos ojos, de algún modo, poseían entonces más sabiduría de la vida de la que habían tenido durante toda su existencia, y luego besó a su madre en la frente—. Dios mío, ¡qué bueno eres! Gracias por tener piedad de mí. Me aterraba pensar cómo se habría portado si lo hubiera intuido…
El cordel de la campana estaba a mano; Mary tiró de él suavemente.
—Martha, por favor, dile a la señora Jenkins que venga.
Armada con todo tipo de excusas —¿qué más podía querer aquella avinagrada y vieja cascarrabias, además de un pepino fuera de temporada?—, la señora Jenkins entró en la sala dispuesta para la batalla, pero la mirada de la señorita Mary consiguió desvanecer su enfado de inmediato.
—Dígame, señorita Mary…
—Mi madre ha fallecido, señora Jenkins. Tenga usted la amabilidad de llamar al doctor Callum…