La mujer se encaminó hacia la puerta, pero la puerta estaba bloqueada…, por lealtad, por obediencia. Por el padre. El hombre se alzaba inamovible. No obstante, la mujer era su hija y había absorbido toda la convicción del hombre, toda su solemnidad. Lo apartó a un lado y cruzó la puerta.
Intenté imaginar qué futuro podría reclamar para sí la mujer. Traté de recrear otras escenas en las que discrepara de su padre; en las que desoyera sus consejos y se reservara la opinión. Sin embargo, mi padre me había enseñado que es imposible que existan dos opiniones razonables sobre un mismo asunto: está la Verdad y están las Mentiras. Mientras, arrodillada en la moqueta, escuchaba a mi padre y observaba a esa desconocida, me sentí suspendida entre ellos, atraída por ambos, repelida por los dos. Comprendí que ningún futuro podía albergarlos; que no habría destino que los tolerara a él y a ella juntos. Seguiría siendo una niña para siempre, a perpetuidad, o bien me alejaría de mi padre.