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Balam Rodrigo

  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    PRIMERA FOTOGRAFÍA DE MI PADRE, MIS HERMANOS Y YO CON MIGRANTES DE CENTROAMÉRICA

    Mi padre es el hombre de la extrema izquierda, arriba.

    Se asoma entre el sombrero de Nicolás (hondureño)

    y mi hermana Cisteil. Nicolás era afable, trabajador,

    el filo de su sonrisa partía la dureza o los modos fieros

    de cualquiera. Arriba también, cargando a mi hermana

    Exa, justo en el medio, Orlando (hondureño); evangélico,

    tranquilo, con esa paz de las reses que van al matadero.

    Se quedó en casa mayor tiempo que los demás.

    Del lado derecho, Carlos (hondureño): de su cabeza nace

    aquel torcido árbol de nance y su codo toca la exacta mitad

    de la calle Central (por la que bajaba mi padre

    cuando llegaba por las noches, ebrio de risa,

    luego de conversar con los muchachos en el parque),

    tenía la voz y las maneras de un hombre negro

    teñido de piel mestiza; era sin duda el más alegre

    de los migrantes y favorito de mi hermano Canek

    (es el niño más sonriente; aún hoy conserva

    el hacha limpia de su boca) a quien cargaba

    siempre que podía.

    Entre Orlando y el brazo derecho de Carlos

    (que se recarga en su hombro izquierdo y le hace cuernos)

    un tercer hondureño; dejé su nombre entre los signos

    de aquel año y dudo que mis hermanos lo recuerden;

    era callado como una sombra, quizá por eso

    se nos luyó su nombre. Delante de él, mi hermano Aldo

    saluda con la rama de su mano extendida, en gesto amable,

    a mi madre (ella tomó la foto). Abajo y en cuclillas,

    casi en el medio, a los pies del difuso manojo de caras,

    dos guatemaltecos: las letras de su nombre son pájaros

    de olvido. Llegaron después que Nicolás, Carlos y Orlando,

    pero marcharon juntos, excepto el último, que subió al tren

    un mes después: mi padre le regaló un viejo sombrero

    y un morral, y antes de partir al norte lo adiestró para emular

    a un campesino costeño. Libró todas las casetas migratorias,

    coyotes y polleros. Luego de varios meses,

    sorteando miles de kilómetros de odio,

    nos escribió una carta desde Canadá, a donde llegó

    para escribir su futuro en páginas de invierno.

    Yo aparezco en cuclillas, en el extremo izquierdo

    de la foto; desde entonces llevaba la manía del tic

    que todavía conservo: sujetarme el índice

    de la mano derecha haciendo una pinza con la zurda;

    voy descalzo, al igual que mis hermanos.

    Ninguno de nosotros vive ya en el pueblo,

    todos migramos, buscando librarnos de las garras

    del dios de la miseria y su violencia.

    Si pudiéramos entrar en la foto treinta años atrás

    y dar vuelta sobre la calle a mano derecha,

    encontraríamos a mi padre en el andén

    —sería imposible confundirlo: niño colocho,

    descalzo y curtido por el sol— vendiendo palomitas de maíz,

    cargando las maletas de los agentes viajeros,

    saltando las manchas de diesel quemado

    sobre los durmientes de madera,

    asido a un vagón en dirección a la memoria,

    ese débil murmullo que se rompe con el aullido

    de un tren que atraviesa por el país de la niebla.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    16°07'12.1"N 93°48'11.7"W — (TONALÁ, CHIAPAS)

    Tengo 11 años, ahora y para siempre.

    Nací en el Barrio FendeSal de Soyapango,

    cerca de San Salvador, pero a mí nadie,

    nunca, me salvó.

    Mi padre fue asesinado por pandilleros de

    la Mara Salvatrucha,

    le quitaron una soda y una cora; no tenía más,

    ganaba tres dólares al día en el vertedero.

    Yo le ayudaba jalando el carro

    y a veces encontrábamos comida

    en las bolsas de desechos que llegaban de Metrocentro

    y regresábamos contentos a la casa.

    Huí de Soyapango con Pablo, de quince años,

    mi amigo de la calle.

    Quería ser futbolista como yo y jugar

    en la Selecta, iríamos a la mls a probar suerte,

    por eso intentamos llegar a Estados Unidos,

    donde hay más dólares que pandillas.

    En un local de tortas mexicanas,

    en Coatepeque, Guatemala, miré en la tele

    un bárbaro documental sobre el Mágico González:

    jugando para el mejor Cádiz de la historia

    le metió dos goles al Barcelona

    el año en que nació mi padre: 1984;

    lloré de la emoción.

    Dos días hasta llegar a la frontera con México;

    atravesamos el río y subimos al tren La Bestia

    adelante de Tecún, en Ciudad Hidalgo.

    Antes de Arriaga me quedé dormido

    y todavía sigo cayendo.

    Llevaré para siempre, como el Mágico,

    un 11 tatuado en la espalda;

    quizá por el número de bolsas en que guardaron,

    todo partido, mi cuerpo;

    tal vez porque traía puesta la camisa de la Selecta

    con la misma cifra o porque la muerte lleva

    el 11 infinito de las vías del tren grabado en el vientre.

    Antes de caer, Pablo me contó este sueño:

    Veía yo a Roque Dalton levantarse de entre los vivos

    y venir de nuevo al mundo de los muertos.

    A su diestra, el Mágico González driblaba a la muerte

    y le hacía la “culebrita macheteada”

    pateando cabezas decapitadas de pandilleros cuscatlecos,

    haciéndole tremendo caño entre las piernas.

    El estadio Flor Blanca estaba lleno, había un velorio inmenso

    donde la muchedumbre velaba a todos los migrantes muertos.

    Sé que Dios juega futbol allá en el cielo.

    Pero aún no quiero estar en su equipo.

    Me quedaré esperando en la banca

    hasta que me llamen, sonriendo,

    mi amigo Pablo y el Mágico González

    para jugar con ellos.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    FÉLIX

    Era del corazón de Santa Ana, El Salvador, Félix.

    Fue el primer salvadoreño que conocí

    y del que guardo su imagen astillada en espejos.

    Vivió algún tiempo en nuestra casa de alquiler,

    erguida con humo a orillas de la Ciudad de México,

    en una colonia sucia y torcida como una maqueta escolar

    roída por las polillas —humanas—

    y con ese aire de proyecto sin terminar,

    bordeada hasta el día de hoy por la tinta negra

    de un canal que atraviesa el aire

    con el filo de su hedor a mierda líquida.

    Era la populosa y pandillera Nueva Atzacoalco

    a finales de los años setenta.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    A Félix lo recuerdo alto, blanco, de bigote oscuro.

    Ayudaba a mi padre a vender sus cajas de metal

    en los comercios, en las fábricas;

    gastaban la lengua negra de sus únicos zapatos

    en aquellas calles trazadas por el polvo y el asfalto

    en el oriente indómito de la urbe.

    Era tacaño, quizá más que Ebenezer Scrooge,

    pero no tan flaco como ese viejo anglicano soñado por Dickens

    y que conocí en las ilustraciones

    de los Clásicos Juveniles de la Editorial Posada,

    antes de que a mi padre le alcanzara la plata

    para comprarme libros.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    Félix había sufrido la guerra civil en El Salvador

    y ahora que tenía pesos en los dos bolsillos del pantalón

    procuraba gastar sólo un puñado.

    Comía tacos de plátano y un plato de frijoles al día,

    lo que hacía rabiar a su mujer, también salvadoreña

    y más flaca que la ración de Félix.

    Un día lo asaltaron y los ladrones le devolvieron

    la miseria en un solo pago:

    llevaba consigo todos los ahorros de su corta vida en México.

    Pero no aprendió, maldijo y gritaba

    que este país al que había llegado

    era más feo que Santa Ana e incluso más pobre.

    Creo que tenía razón.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    Sin embargo, mi padre lo llevó a Plaza Satélite,

    un burdo anillo de oro labrado en medio

    del mierdero citadino.

    Al caminar entre los fastuosos aparadores,

    Félix se hincó a llorar, dijo que no podía creer

    el contraste que veían sus ojos.

    “Será peor en Estados Unidos,

    así que vete acostumbrando:

    allá los ricos y los pobres lloran en dólares”,

    le dijo mi padre.

    Al regreso, Félix llevó a su mujer a un restaurante,

    pidieron un bistec y ahorraron lo suficiente

    para viajar a Estados Unidos. Eso recuerdo.

    Eran los años setenta, cuando todavía les decían mojados

    a todos los migrantes, incluso a los centroamericanos.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    No sé qué será de Félix, de su mujer; es posible

    que los dos hayan cruzado al otro lado sin contratiempos.

    Es posible también que sus hijos sean gringos

    y ya no coman tacos de plátano,

    ni puñados de frijoles negros.

    Sin embargo, cada vez que estoy en una plaza comercial

    llena de aparadores y vitrinas me siento ajeno

    y sufro las mismas náuseas que Félix:

    me dan ganas de vomitar sobre los cristales limpios,

    transparentes, donde se exhibe la miseria del mundo.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    18°07’34.1”N 94°29’01.4”W — (COATZACOALCOS, VERACRUZ)

    Quise ser cantante de corridos,

    pero ya no canto, migro sin descanso.

    Sólo sé que no soy mudo.

    Lejos de Centroamérica, me quedé sin voz.

    Me atraparon en Coatzacoalcos los zetas,

    los de la letra última, la que no es ni el alfa ni la omega,

    sino aquella con la que se escribe en México,

    con mayúsculas, el nombre de la ira.

    Cuando me vine de mi tierra El Salvador /

    con la intención de llegar a Estados Unidos /

    sabía que necesitaría más que valor /

    sabía que a lo mejor quedaba en el camino […].

    El cantante, aquel que soy, que era,

    ahora muerde silencio,

    puños de llanto, tierra negra,

    sangre coagulada por estrellas.

    El cantante se ha quedado sin lengua,

    sin cabeza.

    Lo único que no me decapitaron

    fueron las palabras,

    aunque también las desangraron.

    Y aunque no es mudo,

    el cantante se ha quedado sin voz.

    En Guatemala y México cuando crucé /

    dos veces me salvé me hicieran prisionero /

    el mismo idioma y el color reflexionen /

    cómo es posible que me llamen extranjero […].

    Me quedé aquí, en este suelo, lejos del río Lempa.

    Me quedé sin vos,

    mi amada Centroamérica.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    CARLOS

    Recorríamos el camino a La Finquita saltando el cadáver largo de las vías del tren.

    Era el tiempo de secas, cuando los árboles de guanacastle

    erguían la sombra corpulenta que aplastaba nuestros pasos

    y las huellas del ganado en las veredas

    hacia el potrero de Tomasón.

    Había en el aire un encendido olor a agua podrida

    y las hojas en la ribera del río Vadoancho

    semejaban esqueletos de peces cámbricos

    tendidos en la playa con su piel de clorofila

    y escamas color sepia que se descarnaban en los meandros

    junto a los fermentados higos de los grandes amates,

    delicia vegetal para el mordisco del sol.
  • Rafael Ramoshas quoted2 years ago
    Exmilitar, salvadoreño, Carlos sembraba postes de madera

    en las lindes de nuestro terreno;

    tenía los ojos inyectados por hondas raíces rojas.

    Recargado en un árbol de mandarina china,

    fumaba un grueso tocón de mariguana

    y parecía un marino vietnamita quemando la tea de sargazos

    que brillaba en el erizo negro de su boca.

    “No le digan a su padre, ustedes nunca fumen esto”.
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