PRIMERA FOTOGRAFÍA DE MI PADRE, MIS HERMANOS Y YO CON MIGRANTES DE CENTROAMÉRICA
Mi padre es el hombre de la extrema izquierda, arriba.
Se asoma entre el sombrero de Nicolás (hondureño)
y mi hermana Cisteil. Nicolás era afable, trabajador,
el filo de su sonrisa partía la dureza o los modos fieros
de cualquiera. Arriba también, cargando a mi hermana
Exa, justo en el medio, Orlando (hondureño); evangélico,
tranquilo, con esa paz de las reses que van al matadero.
Se quedó en casa mayor tiempo que los demás.
Del lado derecho, Carlos (hondureño): de su cabeza nace
aquel torcido árbol de nance y su codo toca la exacta mitad
de la calle Central (por la que bajaba mi padre
cuando llegaba por las noches, ebrio de risa,
luego de conversar con los muchachos en el parque),
tenía la voz y las maneras de un hombre negro
teñido de piel mestiza; era sin duda el más alegre
de los migrantes y favorito de mi hermano Canek
(es el niño más sonriente; aún hoy conserva
el hacha limpia de su boca) a quien cargaba
siempre que podía.
Entre Orlando y el brazo derecho de Carlos
(que se recarga en su hombro izquierdo y le hace cuernos)
un tercer hondureño; dejé su nombre entre los signos
de aquel año y dudo que mis hermanos lo recuerden;
era callado como una sombra, quizá por eso
se nos luyó su nombre. Delante de él, mi hermano Aldo
saluda con la rama de su mano extendida, en gesto amable,
a mi madre (ella tomó la foto). Abajo y en cuclillas,
casi en el medio, a los pies del difuso manojo de caras,
dos guatemaltecos: las letras de su nombre son pájaros
de olvido. Llegaron después que Nicolás, Carlos y Orlando,
pero marcharon juntos, excepto el último, que subió al tren
un mes después: mi padre le regaló un viejo sombrero
y un morral, y antes de partir al norte lo adiestró para emular
a un campesino costeño. Libró todas las casetas migratorias,
coyotes y polleros. Luego de varios meses,
sorteando miles de kilómetros de odio,
nos escribió una carta desde Canadá, a donde llegó
para escribir su futuro en páginas de invierno.
Yo aparezco en cuclillas, en el extremo izquierdo
de la foto; desde entonces llevaba la manía del tic
que todavía conservo: sujetarme el índice
de la mano derecha haciendo una pinza con la zurda;
voy descalzo, al igual que mis hermanos.
Ninguno de nosotros vive ya en el pueblo,
todos migramos, buscando librarnos de las garras
del dios de la miseria y su violencia.
Si pudiéramos entrar en la foto treinta años atrás
y dar vuelta sobre la calle a mano derecha,
encontraríamos a mi padre en el andén
—sería imposible confundirlo: niño colocho,
descalzo y curtido por el sol— vendiendo palomitas de maíz,
cargando las maletas de los agentes viajeros,
saltando las manchas de diesel quemado
sobre los durmientes de madera,
asido a un vagón en dirección a la memoria,
ese débil murmullo que se rompe con el aullido
de un tren que atraviesa por el país de la niebla.