mi época, en las clases de Lengua y Literatura había redacciones de un tema dado y de tema libre. Esas redacciones libres suponían la habilidad de expresarse bien, y las de tema, sobre todo, daban la oportunidad de demostrar el conocimiento. El género de los deberes de sobresaliente era, por supuesto, más fácil de superar y era más fácil también obtener el sobresaliente deseado.
Esos deberes libres, curiosamente, te obligaban a caer en unos rígidos clichés: debías escribir en primera persona del singular y el comienzo había de ser algo estereotípico. O sea, los deberes de sobresaliente, por razones desconocidas, empezaban con la lluvia («Estoy sentada al lado de la ventana, cuyos cristales son golpeados por las primeras gotas de lluvia otoñal…») y acababan con precipitaciones. La lluvia otoñal se valoraba de manera especial. Tenían un alto efecto artístico los verbos lloviznar y chispear («Está lloviznando, chispeando…»), y las oraciones elípticas debían sugerir los latidos del corazón y, por supuesto, también el chispear de las gotas contra el cristal de la ventana. Todo junto aseguraba el efecto deseado y el resultado expresado en un diez. En esos deberes, como un aburrido dolor de muelas, repicaba machacón un mismo tono nostálgico-contemplativo, producido por una resabida reflexión sobre la caída de una hoja de un árbol cercano, en una palabra, sobre la fugacidad de la vida.