Si tu enojo viene del orgullo, si al compartirlo sientes un vacío, si no abre caminos, guárdate de provocar un incendio en vano. Busca el agua, hija. Búscala cada mañana, antes de cualquier otra cosa. Bébela, lávate y refléjate en su superficie. Contémplate ahí hasta que veas a una extraña. Habla con ella, pregúntale cosas, deja que te pregunte a ti otras, encuentren juntas cuál es la necesidad de esto y lo otro, ese humo, esas ascuas que anuncian dolor. Y no seas canija con ella, da igual lo que haya dicho o hecho: sé amable y abrázala con gratitud, pues es ella la única que cabrá por la última puerta, la única que podrá acompañarte hasta el último sueño. Después de encontrarte con el agua, verás que no te dan ganas de andar de peleonera si no vale la pena. Porque toda la gente carga su propia piedra sobre el lomo, hija. Por eso vamos cansadas, vamos refunfuñonas, vamos dolientes, las personas. El único modo de hacer que no nos doble ese peso, el único modo de no hacernos daño, es dejar que la constancia del agua transforme nuestra piedra en guijarro, en canto rodado.