Jordi Amor

Un día, la cara amable y preocupada de Porl me sacó de mi ensoñación.

Me vino una imagen a la cabeza: estar allá de pequeño con mi abuela, envuelto en su abrazo de lana y lavanda mirando el mar.

The Cure, los chicos imaginarios, creadores virtuales de la música alternativa, fundadores de una hermandad mundial basada en el diferencia y, como una vez, muy atinadamente dijo Robert Plant, «la última gran banda inglesa de rock».

En mi exilio californiano, él era mi lazo de unión con mi punto de partida y un triste recordatorio de lo que podría haber sido de mí si no me hubiera protegido el universo

Las fuerzas descarnadas que nos habían obligado a separarnos estaban olvidadas, todo el dolor y las heridas causadas se habían evaporado y lo único que quedaba éramos Robert y yo, esperando a que amaneciera; dos chicos imaginarios paseando por la playa.

Entonces tuve la certeza de que nada de esto —el libro, el viaje de vuelta desde la destrucción— tenía que ver conmigo o con Robert. Era sobre eso que hemos entregado y que ha cambiado la vida de tanta gente y que también lo ha hecho con la mía. The Cure.

Una mañana húmeda de septiembre de 1964, mi madre me puso junto a Robert Smith. Un autobús llevaba a los chicos que vivían en las afueras a la escuela St. Francis of Assisi, en Crawley. Era el primer día de clase, Robert y yo estábamos en la parada de Hevers Avenue con nuestras madres y ahí nos conocimos. Teníamos cinco años