El verano del 76, el que nos cambió la vida, estaba terminando, pronto volvería a ser otoño y volveríamos a la rutina de la que queríamos escapar. Porl y yo iríamos al trabajo, Michael y Robert a estudiar. No era algo que esperáramos con ganas.
—Quiero decir que… esto no es lo que quiero de mi vida, ¿me entiendes? —me estaba diciendo Robert.
Estábamos sentados en un parque cerca de la casa de Robert, el Milton Mount Gardens. Era de noche y era tarde. Improvisadamente, habíamos decidido ir a tomarnos un par de cervezas artesanas fabricadas por su padre, un líquido totalmente embriagador que Alex Smith había ido refinando con el tiempo. Mientras pudiéramos, queríamos aprovechar hasta el final del verano, antes de volver a la horrible realidad.
—Me parece una estupidez trabajar como un esclavo toda la vida y luego morir —dije.
Lo había visto en mi propio padre. A mí no me parecía que estuviera vivo, era una máquina que se limitaba a comer y dormir y que no tenía ningún otro objetivo en esta vida más allá de ir al trabajo y al pub. No era el futuro que quería para mí. Era como si no viviera, como si sólo existiera.
Todavía hacía calor. No había nadie en los jardines oscuros, aparte de nosotros dos y los pajarillos que construían sus casitas en las orillas del lago. Asustados por nuestra presencia, los pájaros hacían ruidos para mantenernos advertidos.
Habíamos traído la guitarra y un par de bongos, nos sentamos con las piernas cruzadas en la hierba, Robert con la guitarra acústica en su regazo y yo con los bongos delante. T. Rex en directo desde la BBC. O algo así.
Le dimos un trago largo a la cerveza artesanal y Robert empezó a rasguear las cuerdas de nailon delicadamente. Escuché atento los acordes que Robert tocaba. Escuché el ritmo y empecé a tocar con él y juntos sacamos un rudimentario mantra musical que se propagó en la noche por el parque. Me sentía en trance con la música, y el calor y los tragos de cerveza ayudaban. Sentía que teníamos que quedarnos así para siempre, tocando música en una noche agradable. Robert comenzó a cantar frases tranquilamente —o puede que fueran sólo sonidos—, mientras seguíamos sentados en el parque con cierta nostalgia. Nada parecía importar demasiado. Después de un rato paramos y ambos nos estiramos en el suelo para ver las estrellas que brillaban en el cielo entre las copas de los árboles. No recuerdo que dijéramos nada. No hacía falta. Sabíamos qué era lo que queríamos.