Amasando esta certeza terrible, el niño dengue se preguntaba si, además de ser un repugnante monstruo, un día no se volvería también una amenaza mortal.
En efecto, él sabía que la mayor de las preocupaciones de la madre, que hostigaba sus noches y días, era que el niño dengue en algún momento, cuando creciera y deviniera en hombre dengue, no pudiera controlar el instinto que lo marcaba, y empezara a picar e infectar de dengue a todo el mundo, incluida a ella, o a algún compañerito de la escuela. Un hijo que, encima de mutante portador de virus, se haría su transmisor deliberado, su gozoso vehículo homicida, y que la condenaría aún a peores amarguras. Por eso, cuando el niño dengue se iba por la mañana a la escuela, la madre, junto al almuerzo, le entregaba otro pequeño táper, mientras le susurraba lastimosamente al oído:
–Bichito, acordate que, si en algún momento empezás a sentir una necesidad nueva, extraña e irrefrenable, podés chupar esto.