Era la hora del té, pero el té, verde o negro, ya sea al jengibre o a la menta, no me sienta nada bien. Prefiero la Coca-Cola light. Nunca dejará de sorprenderme la sensación gaseosa que produce. Me encanta el color rubí que tiene, su levedad, su frescura y su sabor caramelizado. Me gusta sobre todo ese instante en que, asomando como por arte de magia entre los cubitos de hielo, la espuma pardusca empieza a crepitar a medida que el líquido se vierte en el vaso hasta llegar al borde, pero sin derramarse. El té no tiene tanto talento, es una bebida prudente y austera que exige una ceremonia donde la temperatura del agua y el tiempo necesario para la infusión no pueden sufrir la menor aproximación. Si la diversidad de aromas y colores conmueven a más de uno, a mí me dejan indiferente. Lo único que me gusta es la hora en que se sirve. Me parece la más feliz del día: los hombres están ahí, charlando tranquilamente. Yo me instalo en la hamaca, con un vaso en la mano, sorbo con una pajita mi Coca-Cola light y me complazco contemplando a los humanos. Los observo.