Mi reloj interno, el que indica el ahora del que soy parte, está desbocado. Es la misma, inconfundible sensación que tenía cada vez que escuchaba al ópalo sueño de enero. Los miles de años no son más un olor a polvo muerto, sino a tierra fresca, nieve derretida, un caballo recién dibujado con delicadeza en una pared de roca; siento en la piel la textura de lana recién peinada. “Diez mil años fue hace poco”, me hacen pensar las voces que escucho.