Va asomado a la ventanilla. Contempla los hilos de alta tensión que bordean la vía. Cada vez que el tren se introduce en un túnel, piensa que el cable –tenso, amenazador– va a romperse, que entrará por la ventanilla en un instante con un chasquido terrible y le cruzará el rostro con un golpe de verga antes de soltarle una descarga de millares de voltios. Tiene un presentimiento, observa algo durante unos segundos, sabe que el temido accidente va a producirse y, sin embargo, en esa fracción de segundo decide mantenerse asomado a la ventanilla. Cuando encuentren su cadáver, dirán que ha sido un accidente, una muerte imprevista, una mala muerte. Pero él se ha suicidado. Después de muerto, nadie regresa para explicar el sentido de su último acto, o padecimiento; y, sin embargo, todos sabemos que una historia se ordena desde el final; el final es lo que da sentido al conjunto, ¿qué novelista aceptaría que alguien cambiara el desenlace de su libro?, ¿acaso no está la lección moral implícita en el final? Por eso la vida siempre es una novela mal resuelta. La escriben otros, los que no la han vivido. Es una novela con el final cambiado.