Una voz interior me objetaba que sí podía y debía hacerlo. La conciencia, inexorable, asió la pasión por el cuello, la vituperó, la pisoteó bajo sus pies. «Déjame buscar la ayuda de alguien», gemí.
«No; tú sola debes ayudarte; tú debes arrancar, si es necesario, tu ojo derecho y cortar tu propia mano. Sólo tu corazón debe ser la víctima de tu error.»