Vino a verme el padre de una alumna mía (una chica un poco especial, que tenía sus rarezas) muy preocupado y dolido porque su hija le hacía sufrir. Llamó a mi casa una noche, cenamos juntos y, al final describiendo abiertamente lo que le preocupaba verdaderamente, se echó a llorar (porque se había dado cuenta de que entre su hija y yo sí que había cierta sintonía, que de alguna manera yo la entendía), se subió la manga de la camisa enseñándome las venas y, casi gritando desesperadamente, me dijo dándose con la mano en el brazo: «Profesor, yo la fe la llevo en la sangre, pero no consigo transmitírsela a nadie. ¿Usted puede hacerlo? Usted lo puede hacer: hágalo, por favor, porque yo la llevo en la sangre, pero ya no sé cómo comunicársela a mi hija».
En ese momento me di cuenta de que hoy el problema de la Iglesia es el método, el camino, y que la genialidad de lo que don Giussani ofrece a la Iglesia y al mundo es esto: descubrir que, cuando la fe vuelve a ser un acontecimiento presente, se puede transmitir, comunicar.