La mano que cura

Que Ana Gregoria manda decir que la tengo que ir a buscar, le digo no sabiendo del todo qué es lo que significa ese mensaje. Mi mamá se sienta lentamente en el sillón que hay junto al escritorio. Se mira las manos y parece derrotada, cosa que nunca he visto en ella, porque mi mamá nunca pierde, nunca cede, nunca se rinde. Vi una señora, ma, delante mío, cuando cogí este libro del papá. Se lo acerco, pero ella no lo mira. Una señora negra, con el pelo muy cortico, casi rapada, rodeada de moscas. No sé cómo supe que se llamaba Ana Gregoria, ni cómo supe qué fue lo que me dijo, porque no movió la boca, le explico, pero creo que no es necesario. Te abrieron los ojos los poderes, me responde, aunque yo apenas la escucho.

Los poderes del mundo no son nada y lo son todo, no son buenos ni malos, son las dos cosas revueltas porque no se puede lo uno sin lo otro, le explicó Ana Gregoria.

No hay agua que salve esta casa.

Pero Soledad no encontraba el silencio. Se preguntó si sería siquiera posible que hubiera silencio cuando el mundo entero se movía y el movimiento hacía ruido. Se durmió tratando de imaginar un lugar, un momento de silencio verdadero.

«La escribiré con sangre
con tinta sangre del corazón».

Lo sé como se saben las cosas verdaderas, con el vientre.

Le falta el filo que a su mamá le sobra.

lo utiliza con moderación pero con gozo, conoce las posibilidades de su maldad

esos paseos se da cuenta de que la vieja inspira una especie de respeto entre los vivos y los muertos, nadie se les acerca demasiado, o si alguien lo hace, llega anunciándose, pidiendo permiso.

las palabras son los poderes,