La protagonista quiere que se escuche su versión de los hechos. Que se reconozca que decía la verdad. Que le quiten una etiqueta que no le pertenece.
Pero eso no se puede pedir. No hay formulario para limpiar un nombre. No hay trámite para corregir una injusticia simbólica. Y cuando algo no entra en el sistema, simplemente no existe.
El libro avanza con esa incomodidad. La burocracia responde con reglas, con funciones claras, con palabras que suenan humanas, pero no hacen nada. El caso de Li Xuelian no tiene cabida, y por eso se vuelve interminable. Ella insiste incansablemente, volviéndose incómoda para un sistema que no tiene cómo contenerla, haciendo que todos se sorprendan de su persistencia.
Acompañarla durante tantos años de lucha me desgastó. Por un lado, entendía que lo que pedía no tenía solución institucional. Por otro, comprendía por qué no podía soltarlo. Y, a pesar de lo repetitivo del libro, seguí leyendo por la curiosidad de saber cómo se iba a resolver.
Al final, Li Xuelian y sus demandas se borran, se desvanecen. No por rendirse, sino porque no había forma de existir dentro de lo que el sistema podía procesar.
Lo siento como un relato que muestra cómo las personas pueden quedar fuera cuando las reglas pesan más que las vidas que dicen organizar.