Fosse, Ferlin y Kierkegaard fueron muy conscientes de su uso de las comas. En el bando opuesto, James Joyce pertenece a la secta de los que podríamos llamar los “indiferentes”. El editor que decidió en 1984 hacer una reedición a partir del original de la obra maestra de Joyce, Ulises (1904), debió enfrentarse a un duro trabajo. El manuscrito había sido tipiado por veinte mecanógrafos ocasionales en sus tiempos libres, y luego sujeto a las correcciones y adiciones hechas a mano por el autor, para después ser compuesto, también a mano, por veintiséis impresores franceses de Dijon que no entendían una palabra de inglés. ¿Y la corrección de pruebas? Joyce añadió otras 75.000 palabras en esa instancia. Además, sufría de problemas oculares que gradualmente lo condujeron a la ceguera, y como el manuscrito estaba impreso en Francia, las modificaciones se deben haber realizado de memoria. Cuando se publicó la edición corregida en 1984, se habían corregido cinco mil errores, mil de ellos atribuidos a un mal uso de la coma.