Imaginé que lo sostenía en las manos, que lo envolvía con ellas, y que estas se contagiaban de su humedad, que bastaría una leve acción de mis dedos para rasgar la membrana del pericardio y acariciar así, sin mediación, el palpitante músculo miocardio, asustadizo al reptar sobre él mis dedos, que trazarían una línea curva y recorrerían cada saliente y explorarían cada concavidad. Con mis labios ávidos besaría esos vasos sanguíneos y percibiría el rítmico flujo de la sangre. Me bastaría con apretar los labios para cortar aquellos blandos vasos, y una cascada de intensas sensaciones se desbordaría sobre mí, incitándome a presionar con más fuerza aún, para retenerla y evitar que se desvaneciera, aquella masa caliente atrapada en la jaula formada por mis manos.