He intentado demostrar en otra parte que la lectura del mundo en la imagen y formato del libro y de la obra de arte como su representación no ha sido una opción ni inalterable ni eterna. La garantía de la cultura escrita hebraica y helénica, de la analogía normativa entre los actos divinos y mortales de la creación, era, en su sentido más estricto, teológica. Como también lo fue la apuesta (dada por perdida en la deconstrucción y en el postmodernismo) por las últimas posibilidades de acuerdo entre el signo y el sentido, entre la palabra y el significado, entre la forma y lo fenoménico. Son directas las vinculaciones entre la tautología que emerge de la zarza ardiente, el «Yo soy» que otorga al lenguaje el privilegio de formular la identidad de Dios, por una parte, y, por otra, los postulados de concordancia, de equivalencia, de traducibilidad que, aunque imperfectos, enriquecen nuestros diccionarios, nuestra sintaxis y nuestra retórica. Desde una abrumadora distancia, por decirlo de algún modo, ese «Yo soy» ha dado forma a toda predicación. Ha extendido el arco entre el nombre y el verbo; un salto esencial para la creación y el ejercicio de la conciencia creativa en la metáfora. Cuando el fuego de sus ramas se ha extinguido o cuando se ha descubierto que no era más que una ilusión óptica, la textualidad del mundo, la agencia del lógos en la lógica –sea ésta de Moisés, de Heráclito o de san Juan– se convierte en «letra muerta».