En el primer piso se hallaban los mejores aposentos de la casa. La señora Vauquer vivía en el de menor rango y el otro era de la señora Couture, viuda de un intendente de los Ejércitos de la República Francesa. Tenía consigo a una muchacha muy joven, llamada Victorine Taillefer, a quien hacía las veces de madre. La pensión que pagaban ambas señoras alcanzaba los mil ochocientos francos. Uno de los cuartos del segundo piso lo ocupaba un anciano que se llamaba Poiret; y los otros, un hombre de unos cuarenta años que llevaba peluca negra, se teñía las patillas, decía haber sido hombre de negocios y se llamaba señor Vautrin. El tercer piso se componía de cuatro habitaciones; una la tenía alquilada una solterona llamada señorita Michonneau; y la otra, un fabricante de fideos, de pasta italiana y de almidón ya retirado, de apellido Goriot. Los otros dos cuartos eran para las aves de paso, esos infortunados estudiantes que, igual que Goriot y la señorita Michonneau, sólo podían gastar cuarenta y cinco francos mensuales en comer y alojarse; pero a la señora Vauquer le parecía poco de desear su presencia y no los admitía más que cuando no le salía nada mejor: comían demasiado pan