El luto por perder a David iba a ser como el luto de un niño que pierde a su amigo imaginario. Nada había sido real. Todo era hipotético; todo, ficción. Habíamos jugado a ver quién era más intenso y quién se asustaba antes, se nos caía la baba con la sensiblería artificial y exagerada y estábamos desesperados por sentir algo profundo en el sótano oscuro y húmedo del yo en el que estábamos metidos.