Analizaba hasta el último rincón de mi cerebro, me comparaba con otros, recordaba las menores miradas, las menores sonrisas, las menores palabras de aquellas personas ante las cuales me habría gustado abrir mi corazón, lo interpretaba todo en el peor sentido, me reía sarcásticamente de mi pretensión de ser «como todo el mundo»; y de pronto, en medio de esa risa, me hundía en la tristeza, caía en una especie de desesperación irracional; llegados a ese punto, retomaba mis tentativas anteriores. En resumidas cuentas, giraba en redondo como una ardilla en su rueda.