Insistía con El beso de Judas en que las apariencias han sustituido a la realidad y en que la fotografía, una tecnología históricamente al servicio de la verdad, seguía ejerciendo una función de mecanismo ortopédico de la consciencia moderna: la cámara no miente, toda fotografía es una evidencia. La fotografía se convertía así en una ética de la visión. Argumentaba entonces contra la ingenuidad en que se fundamentaban tales principios axiomáticos, coartadas históricas para puras creencias y convenciones culturales, que sugerirían que la sociedad no se seculariza: simplemente, transforma (en fe y creencias ) su necesidad de verdades. Finalmente intentaba desvelar la naturaleza constructiva —y por tanto intencional— de la fotografía, por automática que pareciera su génesis y en oposición a quienes la consideraban un simple reflejo mecánico de la realidad. Puede, decía entonces, que la fotografía no mienta, pero los fotógrafos decididamente sí. Y lo extraordinario es que aun así, aun a sabiendas de esa inevitable intervención humana, sus manifestaciones seguían siendo acogidas con una extendida necesidad de creer, con una credulidad generalizada, sin duda debido a la fatalidad de su propia genealogía tecnocientífica