En el 375, con los hunos a sus espaldas, unos ochenta mil visigodos pidieron humildemente permiso para entrar en el Imperio como refugiados.
Los funcionarios romanos tenían varias opciones. Podían negar fríamente el permiso y dejar que los visigodos fuesen destrozados o esclavizados por los hunos que los perseguían. También hubieran podido permitir la entrada a los visigodos y alistarlos en el ejército romano, donde, si se los trataba bien, podían haber sido soldados leales.
Los romanos no hicieron ninguna de las dos cosas. Mostraron un corazón suficientemente blando como para permitir entrar a los visigodos, y luego un corazón suficientemente duro como para maltratarlos. Los romanos desarmaron a los visigodos, retuvieron a sus hijos como rehenes, se mofaron de ellos como cobardes que habían huido ante los hunos y luego trataron de arruinarlos vendiéndoles alimentos a precios exorbitantes.
Esto podía no haber sido tan peligroso si los romanos hubiesen desarmado totalmente a los visigodos, pero también en este aspecto actuaron chapuceramente. Los encolerizados visigodos hallaron armas suficientes para volverse contra sus torturadores y saquearon la provincia en busca de alimentos y más armas. Antes de que los romanos se percatasen de lo que ocurría, se encontraron con que habían permitido la entrada, no a una banda de fugitivos, sino a un ejército hostil.