Sólo mamá quería que saliera más: me insistía Nito mi amor por qué no vas al centro, podés ir a tomar un helado o a bailar o lo que quieras, no te preocupes por la plata yo todavía te la puedo dar –decía, dos veces por semana, y trataba de decirlo casual, como quien recuerda algo no muy importante que ni siquiera había olvidado, pero se le notaba la ansiedad más que la grasa.
–Sí, mamá, gracias. Ahora tengo cosas que hacer pero mañana voy.
Mis respuestas eran convencionales, repetidas. A mí no me interesaban esas actividades –me decía que no me interesaban– que los jóvenes deben hacer porque son jóvenes: maneras generacionales de perder el tiempo, música fuerte, risas nerviosas, gritos en la esquina, modos de compartir el tedio de los que todavía no saben qué hacer con sus vidas: de los que subrayan la palabra todavía como si después, de pronto, un día, pudieran descubrirlo –y mientras tanto. Aunque es cierto que yo podría haber trabajado un poco más la actitud baibar, ese clásico joven