A veces pienso que los paisajes internos tienen algo así como un magnetismo y sea como sea necesitan llenarse, ampliarse, como el universo que se expande o como la Tierra que les dice a los animales migratorios hacia dónde necesitan moverse. Y cuando un humano no deja que su paisaje interno se pueble con pájaros, perros, monos aulladores, árboles, aguaceros, guayabas, glaciares y montañas, el magnetismo de su paisaje sigue buscando cosas para reflejar adentro y, confundido, empieza a acumular objetos. Carros. Ropa. Teléfonos. Zapatos. Cepillos de dientes. Relojes. Lapiceros. Cosas que no hablan. Que no tienen sus propios paisajes internos. Que no se necesitan entre sí. Que no se mueren. Acumula y acumula objetos hasta que deja de ser un paisaje y se convierte en una bodega de almacenamiento, en la horrorosa soledad de un espacio gigante lleno de cosas huecas que parece que dicen cosas pero no dicen realmente nada.