Donde se alzaba Tenoxtitlan ahora había una ciudad española: los palacios, las iglesias, los conventos. Una monja que era pura luz y que también soñaba y que aunque hablaba castellano comía mole y pipián y pápalo y nogada. Era un país enorme: las cañadas, las sierras, los desiertos, las selvas. Pero también era un país que era puro dolor. Los alzamientos de indios, los barcos de esclavos, los curas detrás de la imagen de Guadalupe y una República desperdigada pero a su manera digna. Los gringos de mierda, un tlatoani zapoteca que le ganaba una guerra a Francia. Libros, guerras, universidades, ciudades con mucha más gente de la que podía imaginarse, otro tlatoani, un mixteco –puros oaxaqueños– y Eufemio Zapata caminando por el palacio de Moctezuma vestido a la española, otra República que se alzaba como podía y otros cien años y este libro y tú leyéndolo y fue entonces que Hernando despertó.