Orbital

El sonido de Neptuno es líquido y torrentoso, olas que rompen contra la costa un día de tempestad; el de Saturno es el de la explosión sónica de un caza de reacción, un sonido que sientes retumbar en tus pies y dentro de tus huesos; los anillos de Saturno tienen un sonido distinto, un vendaval que aúlla entre las ruinas de un edificio, pero en un tempo lento y deformado. Urano, un chirrido frenético y crepitante. Ío, una de las lunas de Júpiter, emite el zumbido metálico y oscilante de un diapasón.

La humanidad no es un país u otro, es todo junto, siempre juntos, pase lo que pase.

Alcanzar una cima del progreso humano para descubrir después que nuestros logros no tienen la menor importancia y que ese es el más importante logro en la vida de cualquiera, que a su vez tampoco es nada, y también mucho más que todo. Un metal nos separa del vacío; la muerte está tan cerca. La vida está en todas partes, en todas partes.

Elige una sola criatura de este mundo y su historia será la historia de la Tierra, piensa de repente. Te lo puede contar todo, esa sola criatura. La historia completa del mundo, el probable futuro completo del mundo.

Todo, todo gira y pasa.

Su luz es el conjunto de un billón de cosas que se congregan y unifican por unos breves instantes antes de caer de nuevo en el revuelto y tintineante trompicar de un trance galáctico y ruidoso, de vientos de madera y bosques pluviales, el trance que emite un mundo salvaje y acompasado

Y la Tierra, una compleja orquesta de sonidos, el ensayo de una banda desafinada de sierras y vientos de madera, una distraída distorsión de motores a plena potencia, una batalla a la velocidad de la luz entre tribus galácticas, un ir y venir de trinos en un bosque pluvial al alba, después de la lluvia, los compases iniciales de un trance electrónico y, por detrás de todo, un tañido, un sonido acumulado en una garganta hueca. Una armonía perseguida a tientas que cobra forma.

Si estas vibraciones se tradujeran en sonidos, entonces cada planeta tendría su propia música, el sonido de su luz.

Un día, transcurridos unos años, en este mismo punto del Pacífico por el que está pasando ahora, esta nave se inclinará grácilmente, saldrá de su órbita y se precipitará a través de la atmósfera en el océano. Varios submarinos bajarán a explorar sus restos. Pero para eso faltan todavía treinta y cinco mil órbitas. En esta, alcanza su límite inferior: las auroras titilan sobre la Antártida y la Luna asciende desmedida como una rueda doblada de bicicleta. Son las cinco y media de la mañana. Una mañana de miércoles. Día del alunizaje. Las estrellas explotan

Quizá seamos los nuevos dinosaurios y nos convenga andarnos con cuidado. Aunque también es posible que, contra todo pronóstico, emigremos a Marte y fundemos una colonia de amables conservacionistas, gente que querrá conservar rojo el planeta rojo, y diseñemos una bandera planetaria porque eso es lo que nunca hemos tenido en la Tierra y hemos terminado preguntándonos si ese fue el motivo de que todo se fuese al traste, y desde allí contemplemos la tenue mancha azul que es nuestra vieja Tierra convaleciente y digamos: ¿Te acuerdas? ¿Has oído las leyendas que cuentan? Quizá exista otro planeta progenitor; la Tierra fue nuestra madre y Marte, o algún otro sitio, será nuestro padre. Al final quizá no estemos condenados a ser unos huérfanos.