Ya no ve a un pintor, una princesa, un enano o un monarca, lo que ve es el retrato de un perro. Un animal rodeado de la extrañeza de la vida humana, de todos esos viejos puños, volantes, sedas y posturas, los espejos, los ángulos y los puntos de vista; todo el empeño que han puesto las personas en no ser animales y en lo cómico que resulta todo, ahora que se para a mirarlo. Y que el perro sea el único elemento del cuadro que no es ligeramente risible o no está atrapado en una matriz de vanidades. El único elemento del cuadro del que se podría decir que es, quizá, libre.