Lancé al pez dorado a la cestita de la basura orgánica. Luego alcé a mi hija y se lo enseñé; el pez dorado yacía entre restos de verduras.
—No se mueve.
—Claro que no. Cuando te mueres, te conviertes en basura. También te pasará a ti si te mueres, así que no te puedes morir, ¿entendido?
Mi hija asintió entre risas.
Me quedé mirando fija y tercamente al pez muerto, preguntándome si así habría conseguido alejar a mi hija de la muerte.