Honorato de Balzac

Perseguido por las más extrañas formas, por maravillosas creaciones asentadas en los confines de la muerte y de la vida, caminaba bajo los hechizos de un sueño. Dudando, en fin, de su existencia, estaba como aquellos curiosos objetos, ni muerto del todo, ni vivo en absoluto.

Voy a revelar a usted, en pocas palabras, un gran misterio de la vida humana. El hombre se consume a causa de dos actos instintivamente realizados, que agotan las fuentes de su existencia. Dos verbos expresan todas las formas que toman estas dos causas de muerte: «Querer y Poder». Entre estos dos términos y la acción humana, existe otra fórmula de la cual se apoderan los sabios y a la qué yo debo la suerte de mi longevidad. «Querer» nos abrasa y «Poder» nos destruye; pero «Saber» constituye a nuestro débil organismo en un perpetuo estado de calma.

En dos palabras: he situado mi vida, no en el corazón, que se quebranta, ni en los sentidos, que se embotan, sino en el cerebro, que no se desgasta y que sobrevive a todo.

¡Pues bien! el suicidio queda simplemente aplazado.

¿Cómo has de hacerte cargo de mis sentimientos, si no te relato los hechos imperceptibles que influyeron en mi alma, acostumbrándola al temor y dejándome largo tiempo en la prístina inocencia de la niñez?

todo era muy «rococó»!

»¡Terrible palabra, que marchitaba mis veneraciones infantiles y arrebataba mis primeras ilusiones, las más caras de todas!

Colocado yo en la frontera de estos dos cuadros tan disparatados que, repetidos mil veces de mil maneras diversas, convierten a París en la ciudad más divertida y más filosófica del mundo, hacía una mezcolanza de moral medio jocosa y medio fúnebre

Adelanté la cabeza y reconocí a los dos interlocutores por pertenecer a esa clase de gente curiosa que se ocupa exclusivamente, en París, de los ¿Por qué? de los ¿Cómo? ¿De dónde vienen? ¿Quiénes son? ¿Qué hay? ¿Qué ha hecho ella? Ambos se pusieron a hablar en voz baja y se

La belleza, la fortuna, el talento, las gracias de aquellos dos muchachos provenían únicamente de su madre. El conde de Lanty era pequeño, feo y delgaducho; sombrío como un español y aburrido como un banquero. Por lo demás, pasaba por político profundo, tal vez porque se reía pocas veces y citaba siempre a Metternich o a Wellington.

Aquella familia misteriosa tenía todo el atractivo de un poema de Lord Byron, cuyas dificultades eran traducidas de modo diferente por cada persona del gran mundo: un canto oscuro y sublime de estrofa en estrofa.