En una publicación de la ONU de 2014 se señala, en relación con los datos sobre agua y saneamiento, que las cifras por país sobre el acceso a las estufas eficientes son «escasas», y las políticas energéticas nacionales y los estudios sobre la estrategia de reducción de la pobreza tienden a centrarse en la electrificación[610]. Según un informe del Banco Mundial de 2005, cuando se trata de recopilar datos sobre el acceso de las personas a la energía, los gobiernos tienden a cuantificar también la cantidad de nuevas conexiones a la red eléctrica, en lugar del impacto socioeconómico de los proyectos de desarrollo[611]. Tampoco suelen recoger datos sobre cuáles son las necesidades reales de los usuarios (por ejemplo, el bombeo de agua potable, el procesamiento de los alimentos, la recogida de combustible) antes de comenzar sus proyectos de desarrollo. Y el resultado de esta escasez de datos es que, hasta la fecha, los usuarios han rechazado casi todas las estufas limpias.
En la década de los noventa, los técnicos de estufas informaron a Emma Crewe de que si las adoptaban tan pocos usuarios era porque provenían de una «cultura conservadora[612]». Necesitaban «educarlos» en el uso adecuado de las estufas. En el siglo XXI se sigue culpando a las mujeres. En un informe de 2013 financiado por WASHplus y USAID sobre las experiencias de los usuarios de cinco estufas en Bangladés, se reconocía repetidas veces que estas aumentaban el tiempo de cocción y requerían más asistencia[613]. Esto impedía que las mujeres realizaran varias tareas a la vez como harían con una estufa tradicional, y las obligaba a cambiar la forma en que cocinaban, lo que de nuevo aumentaba su carga de trabajo. Sin embargo, la principal recomendación que se repetía en el informe era arreglar a las mujeres en lugar de las estufas. Era preferible educarlas a ellas sobre lo estupendas que eran las estufas «mejoradas» en lugar de educar a los diseñadores de estufas sobre cómo no aumentar la jornada laboral media de quince horas de las mujeres[614].