Así que qué desdichado era yo! ¡Y cómo lograste que sintiese mi desdicha aquel día en que, cuando me preparaba para recitar al emperador sus loas[63] —en las que decía muchas mentiras y al mentir recibía el aplauso de quienes sabían que mentía— y estaba mi corazón ávido de tales preocupaciones y bullía en las fiebres de pensamientos infecciosos, al pasar por un barrio de Milán contemplé a un pobre mendigo ya, como creo, bien «cargado», chanceándose y alegre! Y me eché a llorar, y hablé con los amigos que me acompañaban de los muchos dolores de nuestras locuras, porque en todos aquellos afanes míos como aquellos por los que me desvivía entonces —arrastrando la carga de la infelicidad bajo los azotes de las ambiciones y aumentándola al arrastrarla— no quería llegar a otra cosa que a una alegría sin riesgos, lugar al que aquel mendigo ya me había anticipado que quizá nunca llegaría.
En verdad que lo que aquél ya había conseguido con unas monedillas, pocas y mendigadas, era lo que yo ambicionaba con tan fatigosos desvíos y rodeos, es decir, la alegría de la felicidad temporal. Cierto es que aquél no tenía un gozo[64] auténtico, pero también que yo con aquellas ambiciones buscaba algo mucho más falso. Aquél estaba alegre, no hay duda, yo inquieto; aquél despreocupado, yo tembloroso. Y si alguno me hubiese sometido a interrogatorio sobre si prefería saltar de gozo o senti