—Quiero irme a casa —dije.
No me refería al sitio donde vivían mis padres ni a ninguna otra casa de madera, piedra o ladrillo. Ya no me sentía humana. Sabía que ahora tendría que buscar refugio en un agujero en la tierra o en una telaraña en el rincón de un techo alto o en un nido seguro entre dos rocas en una costa expuesta y vapuleada por el mar. En la oleada de soledad que me invadió ante las palabras del doctor, no encontraba ningún lugar donde alojarme, ningún sitio al que aferrarme como un murciélago de una rama o en el que tejer una telaraña blanca como la leche en torno al tallo de un cardo.