Miré a mi alrededor extasiada, y volví a sentir ese placer espontáneo que hace creíble la esperanza de ser felices y que había sentido antes, hace mucho, mucho tiempo. Me olvidé de los horrores de los que había sido testigo en Francia, ésos que habían sumido al mundo natural en penumbras, y presa del entusiasmo que me caracteriza con demasiada frecuencia –¡oh, Dios mío!–, humedecida por las lágrimas del afecto defraudado, mi cuidado tomó vuelo para reanimarme mientras una franca sensación de comunión ensanchó mi corazón.