Paulina Flores

Trataba a mi mamá de «esta» o «la tonta», y decía que era su castigo —aunque nunca mencionó el motivo de tal condena—.

Hoy en día, y a pesar de su prontuario, no pienso en la que era como una mujer intensa, sino como alguien a la que simplemente no le importaban mucho las cosas, que se limitaba a vivir el día, según su propio ritmo.

Físicamente me parecía mucho a mi mamá, aunque yo era aún más chino y, a la manera en que un niño de esa edad lo hace, entendía que todo mi ser estaba ligado a ella y a su vida. Pero a diferencia de mi abuela, no lo veía como un castigo. Mi madre y mi vida familiar me parecían completamente normales.

Al llegar a las duchas, me sentí inquieto. El corazón me latía fuerte en el pecho y un miedo extraño me invadió. Para que mi abuela no reclamara por el agua y el gas, solía bañarme con mi mamá o mi hermano, a veces los tres juntos. Y mientras uno se lavaba el pelo, el otro se restregaba un pañito, y jugábamos a escupirnos agua por la boca o echarnos espuma de jabón. Compartíamos esa intimidad que, asumo, entrega la pobreza. Pero esa noche yo estaba solo. La ducha era exclusivamente para mí, y tan lejos de ellos, acaso fuera la primera vez que me sentí realmente abandonado.

No es tan fácil ser rebelde cuando nunca te han puesto límites.

Implicaba deshacerme del que era por entonces. ¿Y quién era yo? Yo era un niño que amaba a su madre por sobre todas las cosas, y me iba a quedar junto a ella, no volvería a traicionarla.

Tú no tienes experiencias —le dijo—, tú acumulas vivencias, porque solo lo pasas bien, con las experiencias se sufre.

No es que Josiane le cayera mal, pero no podía respetarla. No podría respetar a ningún europeo, de la misma forma en que no podía respetar los sufrimientos de los cuicos.

Por supuesto, también había algo de envidia. Envidiaba su seguridad, sus pasos de conquistador europeo, su capacidad de apropiarse de los lugares que habitaba.

Los dos domingos al mes y el martes que tenía libre eran para él aún peores. Le agotaba el solo hecho de saber que al día siguiente tendría que volver a trabajar y no lograba descansar. Se pasaba todo el día acongojado por la injusticia de una nueva jornada, sufriendo la brevedad del tiempo y su avance implacable.