Le entusiasmaban todos los ejercicios caballerescos y, a juzgar por su destreza en torneos y lizas, era a todas luces un cumplido caballero y un guerrero consumado. Es obvio que habría preferido una caballería de tipo cristiano, pero también es obvio que estaba sediento de gloria, de una gloria que identificaba con el honor. No carecía de la visión de la corona de laurel que César legó a todos los latinos. Cuando salió a caballo hacia la batalla, la gran puerta de la gruesa muralla de Asís resonó con su última fanfarronada «regresaré convertido en un gran príncipe».
No había recorrido más que un corto trecho, cuando resurgió la enfermedad y le derribó del caballo.