No tenía mucho que hacer y, desde mi llegada, vivía en la contingencia y flotaba en la inutilidad. Mientras andaba por las calles, me venían a la memoria palabras, poemas árabes aprendidos en la escuela, versículos coránicos, recuerdos de lecturas, juegos de palabras, chistes, melodías de Oum Kelthoum y de Farid, pero también canciones tontas, secuelas de los campamentos de verano, y otras, patrióticas y belicosas. Fue entonces cuando fui claramente consciente de que era árabe. Ser árabe es eso, pasarse el día mascullando las palabras convencionales de la tradición. Todo lo que rechazaba cuando estaba en mi país, todo eso me venía a la mente, me dominaba y me perseguía.