Pero nadie podía decirle a la princesa cómo había que casar entonces a las hijas. La costumbre francesa, que dejaba a los padres la decisión, no sólo había dejado de estilarse, sino que era blanco de todos los ataques. La costumbre inglesa, que propugnaba la total libertad de las muchachas, se rechazaba también, pues se consideraba incompatible con la sociedad rusa. En cuanto a la costumbre rusa de recurrir a una casamentera, se consideraba indignante y grotesca, y la princesa compartía esa opinión. Pero, entonces, ¿cómo debían concertarse las bodas? Nadie lo sabía.