Mi padre abandonará la tierra tras haber abandonado la ciudad, enfermo, moribundo, expulsado de las calles, de las avenidas, de los bulevares, de la muchedumbre. Podrá renacer el verano, estallar la luz, podrán alargarse los días, besarse los enamorados, y mi padre ya no lo verá, enclaustrado aquí, privado de los instantes felices y de la vitalidad de los hombres y mujeres de afuera. La verdadera soledad se extiende por el cuerpo de mi progenitor –es la primera vez que utilizo esta palabra– y, al abrazarse vida y muerte, también se extiende por su esqueleto, que se deja ver antes de que ajusten la sábana para ocultarlo.