Ibrahima Balde

II
El viaje a Gao es largo. Y nada fácil.

Aunque cargues a tu madre a la espalda

y la lleves andando hasta la Meca,

no habrás pagado ni un céntimo

por todo lo que ella hizo por ti.

Preferiría no ser el hijo mayor. Quizá el segundo, o el último, pero el mayor no.

Eso es lo que suele pasar, cuando te conviertes en el mayor de la casa: las responsabilidades te alargan el cuerpo.

Vosotros aquí tenéis el mar, nosotros allá tenemos el desierto. Si tus ojos nunca lo han visto, no puedes imaginártelo. El desierto es otro mundo. Entras y piensas: «De aquí no salgo».

Allí fuera todo era arena, la arena sabe estar en silencio.

Eso es el agua, el agua hace tu cuerpo.

Rezar es importante para mí, pero no lo hago para que alguien diga: «Ibrahima reza, es un buen musulmán». No, eso es algo que queda entre Dios y yo, es nuestra relación.

Yo no querría hablarte más de estas cosas, porque cuando hablo empiezo a ver, delante de mis ojos, todo lo que te estoy explicando. Tú ahora estás aquí, escuchando, pero yo estoy otra vez allí, dentro de mi carne, y cuando te lo cuento empiezo a vivirlo de nuevo. Por eso, no querría hablarte de estas cosas. Pero tú me has preguntado y yo te he respondido. Y cuando te lo he contado, lo he sentido todo otra vez.

Yo no querría hablarte más de estas cosas, porque cuando hablo empiezo a ver, delante de mis ojos, todo lo que te estoy explicando. Tú ahora estás aquí, escuchando, pero yo estoy otra vez allí, dentro de mi carne, y cuando te lo cuento empiezo a vivirlo de nuevo. Por eso, no querría hablarte de estas cosas. Pero tú me has preguntado y yo te he respondido. Y cuando te lo he contado, lo he sentido todo otra vez.