No había dicho que, durante mi infancia católica, yo no había conocido la angustia, y que la había descubierto en el momento en que perdí a Dios. No había dicho que, desde entonces, la angustia me acompaña siempre, que tiene la forma de una bola alojada en la garganta, una esfera como la esfera infinita o espantosa de Pascal, aquella cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia en ninguna. No había dicho que ese objeto indescifrable, que a veces ocupa tanto espacio que apenas permite respirar, es el engendro que me impele a escribir, que escribo para destruirlo, para arrancármelo de la garganta y librarme de él, para disolverlo o pulverizarlo con palabras y regresar a la víspera venturosa de la angustia, cosa que solo consigo en ciertos momentos mágicos, antes de que el engendro regrese, íntimo y puntual.