Al fin, Ronan soltó una bocanada de aire, dejó el juguete en el colchón, junto a él, y besó a Adam.
En cierta ocasión, mientras Adam aún vivía en el aparcamiento de caravanas, estaba cortando el ralo césped del patio cuando advirtió que llovía como a un kilómetro de allí. Percibió el olor terroso de la lluvia, mezclado con el aroma eléctrico e inquieto del ozono. El chaparrón era una cortina grisácea que ocultaba las montañas del horizonte. Adam observó la trayectoria de la lluvia mientras avanzaba hacia él cruzando la seca llanura. Era un telón espeso y oscuro, y Adam supo que, si no se resguardaba, terminaría empapado. La lluvia aún estaba lejos; Adam tenía tiempo de sobra para guardar el cortacésped y ponerse a cubierto. Y sin embargo, se quedó allí de pie, mirando cómo la lluvia se acercaba. No se movió ni siquiera en el instante previo, cuando empezó a oír el golpeteo de las gotas que aplastaban la hierba. Cerró los ojos y dejó que la lluvia lo calara hasta los huesos.
Aquel beso fue igual.
Volvieron a besarse, y Adam no solo lo sintió en los labios.