Ella vio en Brodsky una reencarnación de Mandelstam, no solo por sus versos sino por su inteligencia y su sensibilidad moral. Lo consideró, también, una especie de hijo adoptivo, capaz de escapar de la amargura y el rencor que habían destruido al suyo: Lev Gumiliov. Fue su «descubrimiento» y su discípulo, pero también aprendió de él. Por primera vez en la poesía soviética de los años sesenta, una voz se atrevía a tratar con los «grandes temas» y a asimilar la herencia de todos los clásicos rusos, incluyendo los prohibidos.