Había creído, entonces, que sería fácil rechazarla, separarse de ese abrazo húmedo que había devuelto sin calor. Pero a medida que pasaban los días, la exaltación y el desafío habían terminado por disolverse en una soledad ácida, constante, mientras el horror y la pena seguían allí, aferrados a su carne vieja. Era injusto: era injusto. Después de haberla sentido sobre él como una larga, irreversible invalidez que había arrastrado a lo largo de la vida sintiéndose, bajo su carga, la mitad de sí mismo, seguía haciéndole daño desde su muerte, pesando sobre él con su ausencia cotidiana, esa muerte monótona de la que nunca volvía para ver, por ejemplo, la casa nueva de fin de semana, recién pintada, a sus nietos altos, brillantes y hermosos nadando en la pileta.
Todas las mañanas volvía a despertarse sorprendido en la cama vacía y podía medir el diámetro y la negrura del pozo que Olga había dejado en su vida. Ese pozo que trataba de tapar (no era hombre de pocos recursos él, no de esos que se sientan a llorar, lamerse las heridas) arrojándole las horas ocupadas en la empresa, los viajes, los proyectos, las comidas, el diario de la mañana y el de la tarde, los fines de semana con los hijos, los asados, los noticieros de televisión y algunas series, y el pozo se lo tragaba todo, el insondable pozo, el triste agujero. Y entonces, allí estaba su hija Marta, viuda también desde hacía tantos años y, naturalmente, se habían «hecho compañía».